Por: Dayma Crespo Zaporta
Esa noche el coleccionista no durmió. La idea de que el país que dio luz a Diego y Frida acogería a nuestros grabadores lo escalofriaba, la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros le recordó el mito del titán Atlas. La retroalimentación de procedimientos técnicos y experiencias creativas que tendría lugar le daba rienda suelta a su imaginación y fue entonces que se decidió. Al día siguiente, sin pensarlo siquiera, dio el sí a México y embarcó cincuenta obras gráficas de disímil factura, nacidas del talentoso ingenio de muchas generaciones de creadores, quienes al depositar su grano de arena, habían convertido un viejo y mustio almacén en el magno Taller Experimental de Gráfica que conocemos.
Ya en México, las piezas fueron ubicadas en las impecables paredes de una concurrida galería. Fue en ese instante que se anunció la apertura del concierto plástico: los grabados tomaron vida propia y empezaron a hablarle al público, declararon sus intenciones, lo que llevó a sus autores a crearlos y su objetivo vital: demostrar que es posible la pervivencia de la tradición en la esquizofrénica vorágine postmoderna.
El coleccionista se había dedicado exclusivamente al grabado desde hacía algún tiempo, se involucraba entre los miembros del taller y sentía que era parte de ese jovial gremio de artistas. La piedra trabajada le producía sensación, de ahí que la litografía reinara en la sala. Sin embargo, no era para nada conservador y por ello apostaba tanto a los más jóvenes como a técnicas más contemporáneas como la collagrafía.
Cada grabado allí presente era –ante sus ojos- una expresión veraz de la poética de su autor. El sincretismo antropológico de Rolando Vázquez dejaba ver lo que somos sin caer en baratos estereotipos. El visceral corazón sobre el que se tendían tantos andariveles no era más que su manera de plasmar la gran parte de nuestra idiosincrasia que representa la religión y la necesidad de enriquecerla para el logro de su preservación en el tiempo. El surrealista y amorfo personaje de Luis Lara se tornaba un tanto andrógino, a la vez que expresionista, pues la manigueta que le trituraba los sesos hacía que su rostro ciego emitiera un grito mudo de dolor, mientras su único pecho sangraba en consecuencia.
Carlos del Toro le dio vida a unos seres fantásticos que parecían haber escapado de una leyenda rural. La impronta de Lam se respiraba tanto en el color como en la recreación de un universo mágico, mas era diferente, tenía su aura propia. Nelson Domínguez había hecho un paisaje para nada convencional, donde una bruma negra desdibujaba los límites entre la tierra, las montañas y el cielo. Esa litografía -sin lugar a dudas- tenía algo especial, pese a los valores negros que la invadían y el famélico animal que fungía como protagonista, algo indescriptible en ella despedía paz y haría que los espectadores quedaran fascinados una vez inaugurada la muestra.
Las calaveras de Julio César Peña causarían sensación, estaba seguro, pues eran una suerte de intertextualidad con las Catrinas de Posada y una alusión directa a la tradición del “Día de muertos”. Peña tenía una imaginación prodigiosa, sabía darle de beber a la muerte deliciosas cucharadas de sarcasmo y así volverla “dramáticamente” lúdica.
Zarza, siempre fiel a sus reses, establecía unos violentos contrastes de color, donde el rojo y el amarillo se pugnaban la primacía. La antigua tauromaquia fue una obsesión de su presente y por ello la reinterpretaba a su antojo. Al coleccionista le producía la extraña sensación de que la dulzura se fundía con la violencia, y para entonces, ya había aprendido que cuando un artista logra producir sentimientos encontrados es porque se está presenciando una verdadera obra de arte. La figuración no invadía todo el espacio galerístico, pues jóvenes de la talla de Octavio Irving coqueteaban con el abstraccionismo en un acto de experimentación formal con el objeto. Los tonos terrosos lo subyugaban y por eso su decisión era escapar del cromatismo para tornarse ligeramente tradicional.
Llegó el día de la inauguración. El coleccionista sentía un éxtasis que lo superaba, su sueño estaba realizado y era la hora de pronunciar su discurso de apertura. La pasión por el grabado lo invadía y sus palabras fluían a imagen y semejanza de la más melódica canción. Se quedó un rato más y desde el fondo de la galería observó el júbilo de los receptores frente a las obras, la aceptación de las poéticas cubanas ante el público mexicano. Salió andando a hurtadillas rumbo al jardín, se sentó ante la fuente a ver brotar el agua y entonces se sintió sobrecogido, la emoción fue más fuerte que su voluntad de controlarla, el haber internacionalizado nuestro arte le daba la sensación del deber cumplido. Era la hora de partir…
