Las embarcaciones son objetos que registran en sí mismo una carga simbólica. Para Cuba es un constructo fundacional y el enigma de su futuro. Nosotros no las imaginamos sin el peso de los grandes barcos que veía Richard Serra en su San Francisco natal. Las nuestras tienen la volatilidad de una nación que se trata de delinear reinventando su propia existencia. La isla es entonces la posibilidad que siempre escapa al poder de las aguas.
Desde los cronistas de indias y en el propio diario del almirante Cristóbal Colón hasta los pensadores más actuales, se ha intentado dibujar un territorio que va desde la universalidad del ser hasta las implicaciones de carácter político asociadas a la sobrevivencia de un país que se ha debatido en una resistencia que se convierte en su opción de futuro. El arte y la literatura producido en la isla ha sido recurrente con estos temas. Lezama hablaba de la isla indistinta en el cosmos, Virgilio Piñera de la maldita circunstancia del agua. En la Plástica Cubana desde Acosta León llegando a Tonel, Kcho, Abel Barroso o Sandra Ramos, regodearse en la insularidad era volver a dialogar con todas las contradicciones que se generan entre el artista y su contexto, entre el individuo y su colectividad, entre las utopías y la instrumentalización que lleva cualquier práctica social.
Desde una experiencia muy personal regresa a este tema Octavio Irving, un joven grabador que ha demostrado que ninguna técnica está agotada en tanto el pensamiento del artista sea capaz de reinterpretar su realidad. La expresión o la manera de hacer debe quedar como registro de todo lo que en el orden conceptual se proponga el creador. Irving es un maestro en crear tramas a través de las texturas. Actúa como el iconoclasta que desde una vocación calvinista desdramatiza la secularidad telúrica de la imagen del bote. Prefiere liquidar la anécdota y la referencialidad, vuelve al objeto desde un ardid que intenta darlo todo en una suerte de nirvana epistemológica.
Este creador quiere llegar a lo táctil desde el hedonismo que provoca la visualidad, sin embargo la superficie de la obra es tensionada a partir de un espejismo que provoca dos realidades que se contraponen, una dada a través de la tradición a la que pertenece el objeto y la otra formulada en la visualidad asociada a una emoción que sólo es posible de encontrar partiendo del arte. Por eso este creador explora hasta la saciedad el recurso lírico de una expresión que retorna a una belleza comprometida con lo efímero de su propia postulación, En ella el cuerpo social es desplazado, el tema de la obra es el propio artista. No tenemos que encontrar las claves de lo que se nos pretende mostrar, porque no se trata de un rastreo ilimitado en la hermenéutica del símbolo, el artista lo que hace es encontrar, depurar hasta el delirio la composición de una imagen que se define en su propia sensorialidad.
La insularidad para Octavio Irving es comenzar un viaje que no termina, es enfrentar todas las posibilidades que ofrece el medio, es considerar una suprarrealidad donde todo está estetizado Quizás estemos en presencia de un simulacro. La historia del arte en nuestro país en los últimos años ha estado permeada de su carga contenidista. Nosotros nunca inscribimos la patente de cualquier ismo. La adopción de nuevos relatos y contenidos transculturales hizo que los grandes centros hegemónicos del arte volvieran a repensarse a sí mismos. Sin embargo Octavio nos alerta que toda antiretórica puede convertirse en su propia retórica a partir de una actitud que a veces puede resultar cínica y en otras totalmente consciente, nos obliga a regresar a las formas y al encanto que provocan las apariencias.
Jorge Antonio Fernández Torres
Director Centro Arte Contemporáneo Wifredo Lam